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jueves, 30 de abril de 2009
BLOG CERRADO
Publicadas por Jose Miguel Heredia a la/s 5:35 p.m. 6 comentarios
jueves, 23 de abril de 2009
Una cuadra en falsa escuadra
Ya soy grande; me crié con los cuentos de Calleja, así que no me pidan que me calle lo que sé sobre esa calle, y aunque manden una cuadrilla hablaré sobre aquella cuadra de gente demente. Gente de mente cuadrada. Lo que sucedía en esa vereda era algo verecundo. Una acera estaba a contramano: allí vivían jugadores de fútbol, había un fabricante de calzado y varias zapaterías; un pedicuro y también negocios de ortopedia. No leían a Manucho Mugica ni seguían a Manu Ginobili ,y tampoco oian las canciones de Manu Chao.
Los de la vereda de enfrente estaban en la vereda de enfrente, iban a contrapelo. En esa acera había cera de las depiladoras y doble cero de los peluqueros; vivía un grupo de “skinheads” y algunos seguidores de la secta de Pelagio.
Algo separaba las aceras; claro, la calle, diran algunos, pero había algo mas que eso. El fabricante de zapatos difamaba a la depiladora, decía que gastar en depilación era una dilapidación; también aseveraban que el pedicuro y la manicura eran unos extremistas, pero bien que se juntaban por las noches. Los “skinheads “ se pelearon con los futbolistas, los insultos quedaron grabados y la cosas se agravaron, hasta que, de una a otra acera hubo una balacera. El peluquero huyo tambaleando,”¡Estan baleando!”, gritaba; el fabricante de calzado de medio punto fue a parar al medio de la calzada. El peluquero se salvo por un pelo y la manicura pudo escapar arañando.
Lo cierto es que la calle quedo desierta cuando, al cabo, todo se acabo. Ahora es una cuadra normal de mano única. El manquito Pancracio vive allí.
Publicadas por Jose Miguel Heredia a la/s 4:24 p.m. 0 comentarios
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Drama erótico y herético
Personajes: Ella, Venus, mujer bella. El, ejecutivo estrella, Apolo. El yate se llama Eolo.
Es un encuentro encubierto. Apolo espera en la cubierta del “Eolo”. Hace días que la cita fue hecha. El echa su mano al bolsillo donde guarda los zarcillos. El recuerdo de esa diosa lo acosa. La espera le quita el resuello, el corazón le estalla, la cabeza bulle, mas su impaciencia acalla cuando ella aparece en el muelle. Al pasar por la planchada, que tiene la alfombra arrugada, trastabilla y se clava una astilla en la pantorrilla.
Ya en el yate, él le alcanza una silla, una sombrilla , un te de manzanilla y cierra las escotillas; ella se abre el escote a riesgo de un catarro y muestra sus rodillas. Entonces, sueltan las amarras, se levanta el ancla, el barco zarpa, las olas se escarpan y oyen música de arpas.
Para que la nave incline su nivel y la mujer caiga hacia él, que está como timonel, da un golpe de timón y ella golpea en el timo de él. “Me has lastimado y timado. Creí que esto era más sencillo”, dice, y mientras la observa con los ojos de rabillo, pone en sus manos los zarcillos.
Ella los mira y calla, ”Bah, es pura quincalla”, piensa, aunque sonríe con astucia:
-¡Son hermosos, eres un pillo!... ¿Dónde está el cintillo?
El contesta con la mirada fija:
-¿Qué te crees fierecilla, que yo soy el premio de una rifa?
Ella, entonces, se despide, le da un beso en la mejilla y le deja su tarifa.
Publicadas por Jose Miguel Heredia a la/s 4:09 p.m. 1 comentarios
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miércoles, 22 de abril de 2009
Historias de Ombu Caido (parte 1)
En la calle central de Ombú Caído, en medio del “paseo del perro” de los domingos, hay un importante edificio de dos plantas construido a principios del Siglo XX en puro estilo “Art Nouveau”. Una reluciente placa de bronce reza pomposamente “Gran Hotel de Roma”, para conocimiento del público.
En el pueblo existen otros albergues, fondas y casas de comida, pero éste siempre es elegido por los viajeros que se precien.
Esa soleada tardecita de otoño una camioneta estaciona allí. En el parabrisas, pegado del lado interior, un cartón con caracteres destacados, anuncia:”Nomenclaturas catastrales”, debajo, en letra más pequeña, puede leerse:” Ingeniero Martín Ortigosa y Agrimensor Juan López”.
Dos señores de buen porte, que visten camperas de cuero, descienden del vehículo, trasponen los escalones semicirculares de la entrada y se dirigen a la recepción.
-Deseamos una habitación para los dos, por algunos días –dice el que parece llevar la voz cantante- Yo soy el ingeniero Martín Ortigosa y aquí, con el topógrafo Juan López estamos haciendo unas mediciones catastrales para la traza de una ruta que planea el ministerio…
-¡Cómo no, señores!, -se apresura a contestar el empleado del mostrador- ¡Qué buena noticia nos traen, hace tiempo que Ombú Caído necesita buenos caminos! Vengan, hay una habitación en el primer piso, con balcón a la calle, que de seguro les va a gustar.
-Vea, amigo –responde Ortigosa- preferiríamos una en la planta baja y con alguna salida lateral, -la voz del ingeniero baja de tono y se vuelve más confidencial- somos hombres solos y como tal vez alguna noche volvamos tarde, con una posible compañía circunstancial, no quisiéramos molestar al sereno; a propósito, ¿usted es el encargado de la noche?
-¡Sí, señor!, mi horario finaliza a las seis de la mañana.
-Entonces, amigo, acépteme esta gentileza por la gauchada, -y el ingeniero coloca algunos billetes en la mano del empleado, cuya mirada de fingida sorpresa pasa a una de complicidad. -¡Gracias, caballero! –sonríe con picardía mientras guarda con rapidez el dinero.
La habitación es la clásica de los hoteles de provincia: dos camas de hierro pintadas de verde, separadas por una mesa de luz con un velador, un pequeño ropero junto a una mesita con su silla y una puerta lateral que conduce al baño. En el mismo costado de la habitación hay otra, disimulada tras un biombo apoyado en la pared . Es la última pieza del ala derecha del edificio y esa puerta semioculta da a un corredor de servicio con salida a la calle lateral.
-En un tiempo se usaba como depósito de mercaderías y trastos –explica el empleado- pero, cuando el hijo del dueño del hotel se hizo un muchacho grande, y empezó a criar alas, se la pidió al padre, porque así disponía de mayor libertad de movimientos, lejos del ojo avizor de los viejos. Como ahora le tocó la conscripción en la Marina y tiene para dos años de ausencia, resolvieron alquilarla.
-Para nosotros está muy bien y, una pregunta más, si no es molestia: ¿hay algún club, donde pasar un buen rato después de la cena, en alguna mesa verde, y no de billar, precisamente? Usted me entiende…
El empleado del hotel estaba embobado con los dos pasajeros tan expertos que habían llegado.
-Sí, señores, hay varios lugares así; pero yo creo que les conviene ir al Club Social de Ombú Caído, que está cerquita de aquí. Además, a dos caballeros como ustedes y, más si les cuentan lo de la nueva ruta, los recibirán muy bien. Ahí va lo más granado del pueblo.
Al anochecer, los dos agrimensores, después de dar una vuelta por la parte residencial y el centro del pueblo, se encaminaron hacia el club.
Apenas hubieron traspuesto la entrada del salón del bar, todos los socios que estaban en las mesas jugando a las cartas o al dominó, tomando alguna copa, fijaron sus miradas en los dos visitantes. La apariencia y los modales de éstos decían a los gritos que eran forasteros. La pareja se dirigió al encargado de la barra, mientras un suave murmullo se generalizaba, denunciando la curiosidad de los ombúcaidenses.
-Buenas noches, caballero –dijo el ingeniero Ortigosa al concesionario del restaurante y el bar, apostado detrás de la caja registradora- Venimos en comisión del Ministerio de Obras Públicas y vamos a estar unos días en vuestra hermosa ciudad. Nos gustaría poder frecuentar este distinguido lugar para cenar y pasar un buen rato, después de nuestro trabajo en la zona…
Y antes de que Ribeiro, más conocido entre los socios como “el gallego”, a cargo del bufet por años, hubiera podido articular un saludo, siquiera, Ortigosa ya le estaba contando el proyecto de la nueva ruta, las mediciones topográficas que iban a efectuar en esos días de estadía en la zona y cómo se utilizarían para la confección de los anteproyectos y los planos del trazado; también hizo hincapié en la importancia que tenía esa obra para el progreso y desarrollo del lugar. Su voz, si bien era modulada, ya fuera por la intención del ingeniero, por la acústica del lugar, o porque había calificado a Ombú Caído como “hermosa ciudad”, y al club de “lugar distinguido”, había sido oída en todo el salón.
Algunos de los socios que por su actitud y presencia eran importantes en el club fueron levantándose de sus mesas , acercándose al dúo que hablaba con Ribeiro, y cuando el ingeniero Ortigosa finalizó su explicación, un cerrado aplauso surgió espontáneo de todos los presentes, que ya los rodeaban. Los visitantes fueron invitados a compartir una mesa y a cenar después.
Otros socios iban llegando porque la noticia corrió por todo el pueblo como ladrón de gallinas descubierto por los perros. Entre ellos apareció también el comisario Zenón Pereyra, a quien tiempo atrás habían invitado a ser socio de la entidad, ya que, según sus miembros allí se reunía la “crema” de Ombú Caído y era muy buena la idea de que el comisario también formara parte de esa “elite”. Para Pereyra, esa faceta de la importancia social que significara integrar esa entidad lo tenía sin cuidado; más aún, sus aires campechanos habían encontrado eco favorable entre los distinguidos socios. El comisario concurría porque conocía a todos los asociados y –más que nada, como el club era una caja de resonancia de las actividades del comercio, los profesionales y la “high society” del pueblo, para Pereyra, que sabía escuchar y hablaba poco, el lugar era un centro de informaciones útiles para su actividad. Una simbiosis perfecta, pues a los socios también les resultaba conveniente que la autoridad policial fuera de su amistad.
Durante la cena y la sobremesa la relación entre los ingenieros y los socios del club se distendió mucho más. Contaron cuentos y anécdotas y, al final, los invitaron a una mesa de truco, que era un clásico en el club y del que los visitantes se habían declarado eximios jugadores.
Se formaron varias mesas para partidas de truco con cuatro jugadores. Los visitantes, que quisieron actuar de compañeros , eligieron jugar con el comisario Pereyra, que haría pareja con el farmacéutico García. La noche transcurrió entretenida y agitada por momentos con el entusiasmo de las jugadas. Luego de varias horas, cuando decidieron suspender el juego, los visitantes habían perdido dinero, aunque no una suma importante, sin embargo su orgullo resultó un poco tocado. Se los veía cariacontecidos, pero con el ánimo elevado.
- Nos retiramos, señores –dijo Ortigosa con serenidad- Espero que mañana nos den la revancha, en especial usted, señor comisario, que me ganó todas las manos de pica-pica.
-Jue buena suerte, no más –dijo Pereyra con modestia- contra la liga no se puede…Pero yo no estaré mañana porque voy a ver a mi hermano, que vive a unas diez leguas de acá y anda medio clueco.
A la noche siguiente, luego de una jornada de trabajo en los alrededores haciendo mediciones con sus niveles y teodolitos, la pareja volvió al club para cenar. Allí fueron recibidos con simpatía, aunque se notaban algunas caras preocupadas.
-¡Esta noche hay una colita de cuadril rellena, que está de rechupete, señores, con un buen vino de Ribeiro! –anunció el encargado del comedor.
-¡Vaya! ¿Así que tenemos vino importado de Galicia? –preguntó el ingeniero Ortigosa a un compañero de mesa.
-¡Qué va! –contestó don Santiago, dueño del almacén de ramos generales y gallego él también-Es que como el bufetero se llama Ribeiro nos hace siempre el mismo chiste. Es vino de la casa, no más.
La cena y las infaltables partidas de cartas transcurrieron cordialmente; sin embargo, los socios del club se mostraban algo tensos y esa impresión se transmitía al ambiente. Cuando ya de madrugada se retiraban Ortigosa y López, el ingeniero hizo un breve comentario:
-¿Será por la ausencia del comisario Pereyra que esta noche me ha parecido no tan alegre como la de ayer? –dijo al grupo.
-Es que estamos preocupados, –contestó Alcibíades Campos, un hombre robusto, de bigotes canosos, presidente del club- porque anoche se han producido algunos robos en los comercios del pueblo…
-¡Caramba, lo sentimos mucho! Al menos , no sospecharán de nosotros, que hemos estado aquí con ustedes –fue el comentario de Ortigosa, ya en la puerta- ¡Hasta mañana, caballeros!
A la noche siguiente, cuando Pereyra llegó al club, de vuelta de “La Socorrida”, un pequeño pueblo donde vivía su hermano, encontró un clima electrizado entre los socios. Algunos lo increparon, casi furiosos.
-¡Pereyra, nos están robando de lo lindo! –casi le gritó en la cara don Alcibíades.
-¡Vea, comisario, desde que cayeron al pueblo esos ingenieros del ministerio, empezaron los choreos! ¡Tiene que hacer algo, caramba! –reclamó el ferretero, una de las víctimas.
El comisario dominó el asombro que le causaba la noticia y carraspeó, como una señal de advertencia para su interlocutor, pues con el rabillo del ojo había visto entrar a los forasteros justo en ese momento.
-Mire, amigo López, parece que tenemos viento en contra -dijo Ortigosa a su compañero, demostrando que había oído el comentario caliente del ferretero- Menos mal –continuó- que no nos hemos movido de aquí por las noches.
Pereyra hizo de componedor ante la tirantez que habían producido la pulla y su respuesta. Calmados los ánimos, cenaron un plato especial que había preparado Ribeiro: nutria a la parrilla, que un cazador le había traído por la mañana. Un poco por esa novedad y otro poco por el espíritu del vino, se distendieron las suspicacias y el truco completó la mejoría de la convivencia. No obstante, la gentileza local no bastó para que los bolsillos de los visitantes no fueran mermados otra vez por el juego de los locales
Ya casi amanecía cuando se levantó la reunión. Unos minutos después de que los ingenieros se hubieran retirado rumbo a su hotel, cuando Pereyra tomaba una copa de anís del mono en la barra, para bajar la nutria, entró el cabo Mendieta y se acercó al comisario con aire intranquilo.
-Vea, mi comisario, yo sé que lo que le viá decir es medio disparatao, pero le juro que´s la pura verdá…
-¿Qué te pasa, Mendieta, que venís tan misterioso a estas horas? Tomate un anisito y contame.
La copa de anís se tornó como si fuera de leche cuando Mendieta le agregó un chorrito de agua- “Es para rebajarlo un poco” –dijo y, de inmediato, bebió el contenido de un solo trago.
Se limpió la boca con el dorso de la mano y habló en un tono sólo audible para Pereyra.
-El asunto es, comisario, que haciendo la ronda nocturna me he encontrao con dos tres vecinos que me comentaron de hurtos fuleros cuando estaban fuera de las casas y alguno juró que vio dos siluetas muy parecidas a los ingenieros que están de pasada…
-Caramba, che… -Pereyra se acariciaba hacia abajo sus ralos bigotes, signo de instrospección- Bueno, mirá, no digas nada a nadie y mantenete alerta, que tal vez te pueda necesitar; vos todavía no te vas a tu casa, ¿no?
-No, mi comisario, estoy de servicio hasta las ocho.
-Ta’ güeno, pero, si estás de servicio, ¿por qué diablos te mandaste el anís? Y otras veces que tei visto tomando leche, ¿era desto mesmo, no más?
-Es…es que como usté me convidó… -átinó a responder el cabo antes de sonrojarse, no se sabía si por vergüenza o por el efecto del anís, pero alcanzó a mascullar una disculpa.
- Andá, andá tranquilo, Mendieta, y no le contés nada a naides de lo que me has dicho.
Publicadas por Jose Miguel Heredia a la/s 5:28 p.m. 0 comentarios
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martes, 21 de abril de 2009
Historias de Ombu Caido (parte 2)
A pesar de su aparente distención, Pereyra estaba muy preocupado por los acontecimientos. La situación era paradojal. Varios testigos intachables aseguraban haber visto merodeando por los lugares donde se cometieran los delitos, las siluetas de una pareja entre las sombras, con gran parecido a los ingenieros que estaban haciendo las mediciones para el trazado de la nueva ruta, sin embargo, él mismo era testigo de que ellos habían pasado las noches en el club.
Cuando llegó a su casa la cabeza le daba vueltas sin hallar una salida lógica. Conocía esos estados mentales que se apoderaban de él en los momentos cruciales de su trabajo. Ni pensar en ir a dormir. Su mujer, acostumbrada a las llegadas de madrugada, ya dormía desde hacía varias horas. Pereyra se encerró en la cocina con una pava de agua preparada para matear y su “biblia”, las obras completas de Shakespeare.
-Sé que don Guillermo me va a tirar una cuarta, como lo ha hecho siempre –soliloqueó mientras se acomodaba para recorrer el libro.
Al cabo de un largo rato de repaso y lectura de las obras del gran poeta inglés, un grito casi salvaje que anuncia una mezcla de sorpresa y alegría, atraviesa la puerta cerrada de la cocina y se expande por toda la casa. Su mujer aparece en camisón, a medio dormir, alarmada por el alarido del marido. Pereyra, saltando de alegría, la tranquiliza y le dice que inmediatamente irá a “La Socorrida” para ver a su hermano.
- ¿Qué tenés con tu hermano, últimamente, si ya juiste antiyer a verlo?
-Quedate tranquila, negrita, esta es una visita de trabajo. A la tardecita viá estar de vuelta.
Antes de emprender el viaje el comisario se encuentra de pasada con el cabo en la comisaría y habla unos minutos con él.
Durante el transcurso del día se han ido haciendo más intensos los comentarios sobre los hurtos, hasta llegar a violentas discusiones entre los socios del club. Esa noche, al llegar los forasteros a club, uno de los socios más exaltados, víctima también de los robos, les llega a decir en su propia cara que sospecha de ellos, a lo que el ingeniero Ortigosa le responde con un tono de suficiencia casi insolente.
-Me parece caballero que el vino de Ribeiro no le ha caído muy bien, ya que ustedes mismo s que nos acusan son los testigos de nuestra presencia aquí, mientras se han cometido los robos...
Ante ese argumento irrefutable, a los acalorados socios no les queda otra alternativa que tragarse la rabia contenida. Al rato cae Pereyra, y con su bonhomía y espíritu gregario logra aquietar las aguas una vez más.
Después de la cena, durante el juego de cartas, los ingenieros dejan traslucir su intención de abandonar el pueblo para continuar su tarea en otros pagos por donde cruzará la ruta, a pesar de no haberse resarcido de la ”peluqueada” que le están infligiendo los locales y de la que piensan resarcirse esta última noche.
- No vayan a creer que nuestra partida es una consecuencia de la casualidad por los sucesos desagradables que están ocurriendo, ni que estamos enemistados con ustedes ,–señala Ortigosa, contemporizador- es que hoy hemos terminado las mediciones de esta zona y nuestras obligaciones nos reclaman en otros lados. Espero…–se sonríe para terminar la frase- espero que no guarden recelo contra nosotros, ya que hasta el comisario es testigo de que hemos pasado las noches aquí, y usted sabe que decimos la verdad, comisario….
El ingeniero Ortigosa acaba de pronunciar estas palabras en un momento en que la partida de truco se ha puesto caliente. Le toca la jugada pica-pica con Pereyra y han cargado la apuesta hasta el nivel de lo perdido en las noches anteriores.
-Con eso de la verdad, vaya a saber… -responde socarrón Pereyra, mientras orejea sus cartas- En el truco siempre se miente…
-¿Dijo truco?... ¡quiero, y retruco! –casi grita el ingeniero, incorporándose a medias de su silla.
-¡Quiero…y vale por cuatro! –responde acalorado Pereyra.
El forastero pone sobre la mesa con un fuerte ademán, el as de bastos , golpeando con los nudillos en la madera y cuando Pereyra se apronta para jugar su carta se produce un revuelo general. Murmullos y fuertes exclamaciones de sorpresa invaden el ámbito, y no es por el suspenso del juego, sino porque en la entrada del salón acaban de aparecer los dos forasteros esposados, llevados del brazo por el comisario Pereyra. Por un instante la sorpresa y el estupor reinan en el ambiente. Los forasteros que estaban jugando a las cartas se levantan como un rayo de la mesa e intentan huir por la salida del fondo, pero el cabo Mendieta aparece sorpresivamente desde el interior de la cocina y les cierra el paso antes de que puedan escapar.
Haciendo ademanes tranquilizadores, el comisario que jugaba a las cartas y los dos forasteros detenidos por el cabo Mendieta, se enfrentan al comisario Pereyra que ingresó al salón con sus dos detenidos. Por unos segundos la escena remeda la visión que produciría un gran espejo, con un trío enfrentándose a otro gemelo, hasta que el comisario que estaba en el salón prorrumpe en una sonora carcajada.
-¡Juá, juá, juá! ¡Por poco no nos han engañado estos sabandijas! Señores –continúa Pereyra dirigiéndose a los socios del club- les presento a este par de mellizos que se habían organizado para desvalijar los comercios y las casa de algunos con más platita en los pueblos de la provincia, con el cuento de la ruta.
Ante el estupor general, el comisario continúa:
-Una pareja de estos cuatro cachafaces se hace pasar por ingenieros agrimensores y con el cuento del trazado de una nueva ruta, se presenta en sociedad. Endemientras todos están con ellos , y establecen una coartada perfecta , la otra pareja de mellizos aprovecha a salir p’afanar. Hacen este jueguito dos o tres días y se toman las de villadiego antes de que les descubra el pastel, para repetir el mismo trabajito en otro pueblo lejano; y entuavía sospecho que los teodolitos y otros chirimbolos que usan para hacer la pantomima de la medición del terreno, es capaz que también sean robaos.
Por eso buscan una habitación en los hoteles con salida de servicio, para hacer la cambiadita de parejas. Seguro que en la que tomaron en el “Roma” hallaremos lo robado en algún baúl.
-¡Me ha dejado turulato, comisario! ¿Cómo se dio cuenta de una maniobra tan ingeniosa? -pregunta alelado el presidente del club.
-Fue por dos cosas, don Alcibíades –explica algo infatuado Pereyra- La primera, por mi afición al gran Chéspir; cuando el asunto se puso peliagudo me pasé casi una noche revisando sus obras completas, hasta que me topé con “La Comedia de los errores”, también conocida como “Comedia de las equivocaciones”, la obra más corta de todas las que escribió Chéspir, cuyos protagonistas principales son también dos pares de mellizos con unos nombres rarísimos: dos se llaman Dromio y los otros dos, que en la obra son sus sirvientes tienen Antífolo por apelativo. Se forman dos parejas de Dromio y Antífolo que, habiendo sido separadas por un temporal en el mar, siendo muy chiquitos, vuelven a habitar los cuatro, ya hombres, en la misma ciudad, ignorando cada pareja que la otra había sobrevivido a la tormenta, y sin saber que el destino los ha vuelto a reunir. Y como los gemelos tienen temperamentos y costumbres muy diferentes y los miembros de una pareja han formado sus hogares, pero los de la pareja que llega son unos tarambanas, se arman unos líos bárbaros porque los vecinos del pueblo los confunden en sus acciones. Aunque siguen otras cosas muy interesantes, esa parte de la obra fue lo que me dio la pista para aclarar este entuerto.
El comisario se acerca a la mesa, toma un trago de vino y aclara su garganta para continuar:
-Y la segunda cosa, don Alcibíades es que… ¡mi hermano y yo también somos mellizos! Así que, cuando me desayuné del plan de estos indinos lo fui a ver a mi hermanito y le presté un uniforme, para que él, en mi nombre, los buscara mientras nosotros estábamos acá en el clú haciéndoles el aguante a estos mandingas…trabajando para ellos, bah, ¡y los pescó con las manos en la masa! Los sabandijas, que representaban ese doble papel y creían que me tenían agarrao por los pieses, ¡acaban de recibir la misma medicina!
Todos los presentes están como congelados ante tamaña revelación. El comisario, después de otra visita al vaso, cierra su discurso, exclamando ampulosamente:
-Así que ya lo ven, ¡no hay con que darle al Cisne de Avon! –y luego de una brevísima pausa, continúa- Y ahora me van a disculpar un momento, porque entuavía me falta algo que terminar con el ingeniero Ortigosa número uno, ¡y es la jugada del truco que con todo este depelote resultó inconclusa!
Pereyra se acerca a la mesa de juego, recoge una carta que está con el dorso hacia arriba en la ubicación que él ocupaba, cerca del as de bastos jugado por Ortigosa; con la lengua le humedece el envés, luego, merced a un fuerte impulso, se la pega en la frente, y entre una oleada de aplausos y vítores avanza su cabeza con un gesto burlón hacia todos los presentes, pero, en especial, dirigiéndose a su contrincante, para mostrarle el naipe.
Es el as de espadas.
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lunes, 20 de abril de 2009
Los peligros del contagio
Agustín, que es un hipocondríaco sin remedio (nunca más oportuno el lugar común), ha notado síntomas extraños desde la tarde. Ahora es medianoche y las sensaciones tempranas se han transformado en presagios de una inminencia de gravedad. Teme haberse contagiado algún mal galopante. Una ola de calor lo abrasa y lo abraza, el corazón le hace tucutún-tucutún y se abre la ducha de su frente. Alarmado, llama a su amigo Carlos, que también es su médico personal.
Carlos está ensimismado con una escena de suspenso de la serie Emergencias Médicas, se sobresalta con el timbrazo del teléfono (“ ¡Ufa! , ¡Tengo que instalarme un ring-tone!” ) . Cuando oye la voz angustiada de Agustín clamando ayuda ante el umbral del infinito, sabe que no es nada grave. Se tranquiliza y lo tranquiliza, pero, Agustín, digno de Molière, insiste con el contagio de algo malo. Luego de unos minutos, Carlos consigue calmar la neurosis de su amigo y le dice que al otro día irá a verlo. El falso enfermo responde que no vaya, pues él también podría contagiarse el mal. Carlos, ducho en las mañas de Agustín, le dice que, A: que él está vacunado contra los contagios por tantos años de hospital y B: que lo quiere mucho y nunca tuvo miedo a los contagios y va a ir a acompañarlo un rato, como buen amigo.
Agustín recibe la visita de Carlos la tarde siguiente. Está demacrado, algo vacilante, algo inseguro; pero su estado no es grave ni mucho menos, aunque siempre mantiene encendidos sus temores a los contagios. Carlos, acostumbrado a su ritual de revisar la limpieza de la vajilla y los cubiertos en los restaurantes; la transparencia de las copas y muchos otros ticks recurrentes, hace caso omiso de sus advertencias. Pasan la tarde charlando y al retirarse Carlos el enfermo parece haber recuperado su aspecto normal, aunque otra vez saca a relucir su retahíla sobre el peligro de los contagio.
Carlos, al día siguiente, atiende una llamada de Agustín que se muestra enojadísimo. Carlos no puede articular palabras ante la cascada de frases airadas de su amigo.
-¿Te acordás de todas las prevenciones que yo tenía para evitar un contagio y que a vos te resbalaban? Bueno, ¡ahora estoy muy, pero muy mal!...
Carlos alcanza a preguntar cuál es el síntoma que sufre y recibe esta respuesta:
-¡ Te hablé mil veces sobre el peligro de los contagios, desgraciado! ¡Hoy no tengo ningún síntoma! …¡Me contagiaste la salud!
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sábado, 18 de abril de 2009
Humoresque
La salud de Salustiano es fuerte pero tiene un punto débil. Se muere, figurada y literalmente , por los guisos de repollo con cecina, a pesar de que ese plato lo asesina. Los fines de semana tiene un modo raro de sacudirse la modorra: entra a la cocina.
Hoy su mujer no quiso el guiso y, aún temiendo armar un desaguisado, le dijo a guisa de sugerencia: “Tengamos un fin de semana matizado” . El entendió “mate y asado” y dijo “Bueno, voy a comprar las cosas”. Ella contestó “D’acord” y él entendió “De cordero” y se dijo con no mucha cordura “Haré una barbacoa con toda la barba”.
De vuelta del mercadito, Salustiano enfrentó el primer misterio para los no iniciados en el ritual del asado: encender el carbón. Después de media hora no había ruego que le hiciera prender el fuego, al parecer, el Gran Hacedor no era un Gran Asador . El carbón ahumaba y ahogaba ; mientras se mareaba recordó “Verano y Humo”, de Williams y “El humo dormido”, de Gabriel Miró, y en eso vio que toda la vereda era una gran humareda. Tanto humo lo puso de mal humor “¡Basta de asado!” gritó el hombre había colapsado- “¡Hagamos empanadas!”.
Ella estaba empeñada en preparar las empanadas pero estaba empantanada. No sabía qué hacer de relleno y al ver el patio de humo lleno y a oscuras, se iluminó: “¡Ya sé, las haré de humita!” Como el asado había fracasado, Salustiano fue a buscar algo para picar. Las aceitunas que él mismo había preparado, estaban enfermas, no habían sido bien curadas. Ese frasco fue otro fiasco. Y mientras la señora preparaba las empanadas, el cada vez más se mareaba, y ya divagaba sobre la nada. “¿Cómo pueden los filósofos escribir sobre la nada? Entonces quiere decir que la nada ya es algo”. En medio del humo su mente era una nebulosa. Como en los sonetos clásicos repasaba su pasado en ado y en ido: había gozado, sufrido y amado y ahora está asido a lo que ha sido, camino hacia la nada. En su cabeza sonaba el retintín “la nada…” “la nada...” Era su mujer que gritaba “¡Las empanadas!, ¡las empanadas!, se quemaron en el horno ¡” Y así fue como las empanadas entraron en la nada.
La comida casera había fracasado por el humo; entonces recurrieron al consumo y salieron a comer al aire libre, que es una manera de decir, porque estaba prisionero del humo. Los pastos del delta eran del tamaño XX por lo grandes y anónimos y se estaban quemando con una facilidad que él hubiera deseado para su carbón, ése era el origen de tanto humo.
Ardían los pastizales como ardió el avión “Manizales” en Medellín. Fin.
Publicadas por Jose Miguel Heredia a la/s 4:50 p.m. 0 comentarios
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lunes, 6 de abril de 2009
La kermese heroica
En la escuela se realiza una kermese preparada hace meses, para beneficio de la Cooperadora. Una de las que más coopera es Dora, celadora de una división, que multiplica sus esfuerzos para conseguir fondos, por supuesto. En su puesto, adornado de dorado ha puesto un poster: “De postre, rifo besos por diez pesos”.
Otra que se destaca en esta empresa es Teresa, la cocinera de Andalucía, que en su mesa se lucía, sin hacer bulla, con sus bollos y pizas con cebolla ( para las que ha cocinado ollas), buñuelos rellenos y pestiños para los niños.
Suenan pitos, cornetas y matracas, da vueltas la ruleta, la gente baila y se atraca, pero entre los puestos hay una corrida: se está acabando la comida, porque el panadero no ha traído harina. Buscan al panadero, pero nadie sabe su paradero. Alguno, en forma artera, dice que ha hecho migas con la portera. Por suerte, Carina halló una bolsa de harina en el subsuelo, y todos piden más buñuelos.
El puesto de Dora, que rifa besos , es todo un suceso; y, a esa hora, cuando la gente baila, está contenta , y todo es diversión, se produce un apagón: Teresa, la de Sevilla, tropieza con una silla y con la mesa; alguien la sorprende y la besa en la mejilla, ¡qué maravilla! En lo oscuro, el ósculo la ruboriza, pero como nadie la ha visto, se le pasa de prisa.
En medio del apagón, Dora recibe muchos besos, aunque sólo tiene diez pesos. De pronto, como por un sortilegio, todos se besan en el colegio. ¿Es un contagio , o , tal vez, un privilegio? Con alegría y espontaneidad, la gente se besa y abraza en la oscuridad; así pasan unos minutos como en la Grecia eterna, que es como una gracia eterna, y, de pronto, se prende una linterna.
-¿Se puede saber qué clase de clases dan en estas clases? –suena muy seria a la gente la voz del agente.
-En la última “clase” debió decir “aula”, agente –responde sin ambajes el maestro de lenguaje.
-¡Mejor que se comporten o los meto en la jaula!
-¡Agente, no sea maula! –gritaron todos a una, como en Fuenteovejuna- ¡Esta fiesta es de cooperación, no nos urgía una orgía. Nos invadió la alegría, la amistad, una dicha serena, como dice el coro de la Novena!
Y el agente, sacudido en su vena interna, apaga la linterna.
. . . . . . . . . . .
Después se supo. La harina que trajo Carina para los buñuelos rellenos estaba contaminada con el cornezuelo del centeno, que produce la locura. ¡Lástima que una circunstancia tan pura y divina haya sido causada por una toxina!
Es algo que al corazón paraliza y la mente atemoriza. Ya lo dijo Gorostiza.
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Una Historia Alambicada
El colectivo, a marcha lenta, recaló en la colectora.
-Se ha descompuesto –dijo el colectivero muy compuesto- . Hagamos una colecta.
La plata recolectada por la recolectora en la colecta de la colectora fue donada a una colectividad de monjes recoletos, del barrio de la Recoleta.
El di-nero lo llevó un joven de negro, que puso entre los billetes un billete que decía: “Donación de plata juntada en forma anónima, distribuir según la nómina adjunta”.
Entre los recoletos se coló un chino con coleta que produjo un coletazo.
En la Orden todo era desorden pero los recoletos lo guardaban en su coleto. Leían novelas de Colette, las camas estaban revueltas, los textos litúrgicos, envueltos, y actuaban, además, con ademanes desenvueltos.
Esa donación causó una gran sorpresa, hasta para la sor presa.
La condición de la empresa, era expresa: “Para obras de bien público”.
-¡Ahora, con “vento”, podremos restaurar el convento para Adviento! –dijo un monje y otro respondió con voz pastosa:
-¡Basta de ideas alambicadas, mejor restauremos el alambique!
-No es por darme dique, pero creo que gana el alambique –le comentó al joven de negro el chino de coleta- Después de todo, las hierbas que hiervan en el matraz de allá atrás serán un bien para el público
Agradecidos por el agraz futuro y los monjitos, los monjes le obsequiaron un ejemplar de la ejemplar novela “La Gata” y una canasta que trajeron sobre los hombros, llena de cohombros.
-“¡Canastos, qué agarrados!” –pensó el joven mientras la agarraba-,”aunque, a mí, esto de los cohombros me importa un pepino…Los venderé y con engorro aumentaré mis ahorros”.
Pero había hecho escasa cuenta de la escasez de su cuenta.
-“El plan que tenía para lo ahorrado, se ha borrado, ni con la alcancía alcanza, qué locura”-soliloqueaba mientras guardaba “La Gata” en un estante- “No es tanto lo que yo deseo: sólo una pulsera de oro para la chica que adoro… ¡Y a gatas llego para un ágata!
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sábado, 28 de febrero de 2009
El entorno de un tornero
A los pocos días de nacer lo dejaron en el torno de un convento. Esa circunstancia modeló su vida: fue tornero y vivió en conventillos.
Su canción favorita era “Torna a Sorriento” y el director de cine preferido Renato Tornatore.
Cuando muchacho creció corpulento y sus compañeros de la escuela industrial donde estudiaba tornería lo llamaban “el tornero ternero”, a lo que él respondía echándoles fuertes ternos; los otros se iban colocando en torno y siempre terminaba con un ojo tornasolado.
Un día se le ocurrió tornear astas para banderas de escritorio, hizo muchas; su mujer, una rubia que le afilaba las gubias, exclamó hastiada “¿Hasta cuando seguirás con las astas? ¡Basta!, ¡basta!
Entonces, como secuela, salió ha venderlas en las escuelas; eligió las rurales, pero no tuvo suerte con las astas, lo topó un toro y quedó entre sus aspas. Volvió a casa dolorido, pero no hizo aspavientos. Ese día su mujer estaba emperrada en engatusarlo y le mostró sus piernas bien torneadas. Después de una “tournee” con ella, mientras pensaba y se mesaba los cabellos, se le ocurrió tornear patas de mesa para vender muchas remesas.
Al empezar a tornear la primera pata, lo atacó enojadísimo el pato, que resultó ser un patotero, un patán, que lo dejó patitieso. En otra ocasión, en vez de poner en el torno una pata, torneó una patata; eso ocurrió porque el cliente que se la encargó era tartamudo.
Buscó unos filosos formones, obsequio de amigos mormones, para tornear la madera a su manera. Quería hacer patas para grandes mesas de directorios de empresas. Se golpeó y se puso unas compresas; el torno daba vueltas, pero él no encontraba la vuelta. Las virutas salían con virulencia y caían al piso, ¡eran como virus esas virutas! Cuando le llegaron a los tobillos se dio cuenta de que la pata ya era para una mesa ratona. No hay mal que por bien no venga –dijo- Estas las termino en un rato. Al ver los rizos de tanta viruta, recordó a su mujer y cuando la fue a buscar, en la cúspide de la concupiscencia, descubrió que la tornera se había escapado por una tronera con un fabricante de tornillos. Para no mostrar su orgullo herido a los amigos, les decía: “Entre tantos tornillos pasará mucho frío. Con su ánimo tornadizo pronto va a tornar”.
Dejó la puerta entornada por si ella retornaba, pero por ahí entró un tornado en la pieza y lo llevó con todas las piezas torneadas. Y así, pataleando en el aire con las patas (las de madera), fue a parar a un pueblito patagónico, donde le curaron la pataleta.
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Baldes, cubos y súcubos
La lavandera que lavaba la bandera lavanda de la banda de música había perdido un balde y le pidió a Baldomero que lo buscara. Lo halló en un baldío junto a unas baldosas rotas. Se lastimó y humilló, pero lo que él creía un baldón no ocurrió en balde. La mujer, que era baldada, le agradeció, lo invitó a tomar un té de boldo, le regaló una lámina de Boldini y un dibujo de Baldessari. Esta actitud le causó gran sorpresa, fue un baldazo de agua fría.
Había otros dos baldes en el lavadero de la lavandera y como tres baldes son un balde al cubo, se acordó de un cubano al que le gustaban los juegos de palabras: Cabrera Infante, su preferido en las lecturas de siestas infantiles mientras comía cubanitos. Camino a su cubículo vio una muestra de pintores cubistas; al salir tropezó, se lastimó el cúbito y quedó decúbito supino arriba de un espino. En una florería una flor de vendedora, que él confundió con un súcubo, le puso unos cubitos. Con ojo de buen cubero, como curioso visitante recorrió el local con su mirada; al instante se le presentó el poema de un tocayo suyo que de suyo lo había impresionado: “Setenta flores y ningún balcón”, rememoró Baldomero, antes de sucumbir al súcubo.
Publicadas por Jose Miguel Heredia a la/s 10:13 p.m. 0 comentarios
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