En la calle central de Ombú Caído, en medio del “paseo del perro” de los domingos, hay un importante edificio de dos plantas construido a principios del Siglo XX en puro estilo “Art Nouveau”. Una reluciente placa de bronce reza pomposamente “Gran Hotel de Roma”, para conocimiento del público.
En el pueblo existen otros albergues, fondas y casas de comida, pero éste siempre es elegido por los viajeros que se precien.
Esa soleada tardecita de otoño una camioneta estaciona allí. En el parabrisas, pegado del lado interior, un cartón con caracteres destacados, anuncia:”Nomenclaturas catastrales”, debajo, en letra más pequeña, puede leerse:” Ingeniero Martín Ortigosa y Agrimensor Juan López”.
Dos señores de buen porte, que visten camperas de cuero, descienden del vehículo, trasponen los escalones semicirculares de la entrada y se dirigen a la recepción.
-Deseamos una habitación para los dos, por algunos días –dice el que parece llevar la voz cantante- Yo soy el ingeniero Martín Ortigosa y aquí, con el topógrafo Juan López estamos haciendo unas mediciones catastrales para la traza de una ruta que planea el ministerio…
-¡Cómo no, señores!, -se apresura a contestar el empleado del mostrador- ¡Qué buena noticia nos traen, hace tiempo que Ombú Caído necesita buenos caminos! Vengan, hay una habitación en el primer piso, con balcón a la calle, que de seguro les va a gustar.
-Vea, amigo –responde Ortigosa- preferiríamos una en la planta baja y con alguna salida lateral, -la voz del ingeniero baja de tono y se vuelve más confidencial- somos hombres solos y como tal vez alguna noche volvamos tarde, con una posible compañía circunstancial, no quisiéramos molestar al sereno; a propósito, ¿usted es el encargado de la noche?
-¡Sí, señor!, mi horario finaliza a las seis de la mañana.
-Entonces, amigo, acépteme esta gentileza por la gauchada, -y el ingeniero coloca algunos billetes en la mano del empleado, cuya mirada de fingida sorpresa pasa a una de complicidad. -¡Gracias, caballero! –sonríe con picardía mientras guarda con rapidez el dinero.
La habitación es la clásica de los hoteles de provincia: dos camas de hierro pintadas de verde, separadas por una mesa de luz con un velador, un pequeño ropero junto a una mesita con su silla y una puerta lateral que conduce al baño. En el mismo costado de la habitación hay otra, disimulada tras un biombo apoyado en la pared . Es la última pieza del ala derecha del edificio y esa puerta semioculta da a un corredor de servicio con salida a la calle lateral.
-En un tiempo se usaba como depósito de mercaderías y trastos –explica el empleado- pero, cuando el hijo del dueño del hotel se hizo un muchacho grande, y empezó a criar alas, se la pidió al padre, porque así disponía de mayor libertad de movimientos, lejos del ojo avizor de los viejos. Como ahora le tocó la conscripción en la Marina y tiene para dos años de ausencia, resolvieron alquilarla.
-Para nosotros está muy bien y, una pregunta más, si no es molestia: ¿hay algún club, donde pasar un buen rato después de la cena, en alguna mesa verde, y no de billar, precisamente? Usted me entiende…
El empleado del hotel estaba embobado con los dos pasajeros tan expertos que habían llegado.
-Sí, señores, hay varios lugares así; pero yo creo que les conviene ir al Club Social de Ombú Caído, que está cerquita de aquí. Además, a dos caballeros como ustedes y, más si les cuentan lo de la nueva ruta, los recibirán muy bien. Ahí va lo más granado del pueblo.
Al anochecer, los dos agrimensores, después de dar una vuelta por la parte residencial y el centro del pueblo, se encaminaron hacia el club.
Apenas hubieron traspuesto la entrada del salón del bar, todos los socios que estaban en las mesas jugando a las cartas o al dominó, tomando alguna copa, fijaron sus miradas en los dos visitantes. La apariencia y los modales de éstos decían a los gritos que eran forasteros. La pareja se dirigió al encargado de la barra, mientras un suave murmullo se generalizaba, denunciando la curiosidad de los ombúcaidenses.
-Buenas noches, caballero –dijo el ingeniero Ortigosa al concesionario del restaurante y el bar, apostado detrás de la caja registradora- Venimos en comisión del Ministerio de Obras Públicas y vamos a estar unos días en vuestra hermosa ciudad. Nos gustaría poder frecuentar este distinguido lugar para cenar y pasar un buen rato, después de nuestro trabajo en la zona…
Y antes de que Ribeiro, más conocido entre los socios como “el gallego”, a cargo del bufet por años, hubiera podido articular un saludo, siquiera, Ortigosa ya le estaba contando el proyecto de la nueva ruta, las mediciones topográficas que iban a efectuar en esos días de estadía en la zona y cómo se utilizarían para la confección de los anteproyectos y los planos del trazado; también hizo hincapié en la importancia que tenía esa obra para el progreso y desarrollo del lugar. Su voz, si bien era modulada, ya fuera por la intención del ingeniero, por la acústica del lugar, o porque había calificado a Ombú Caído como “hermosa ciudad”, y al club de “lugar distinguido”, había sido oída en todo el salón.
Algunos de los socios que por su actitud y presencia eran importantes en el club fueron levantándose de sus mesas , acercándose al dúo que hablaba con Ribeiro, y cuando el ingeniero Ortigosa finalizó su explicación, un cerrado aplauso surgió espontáneo de todos los presentes, que ya los rodeaban. Los visitantes fueron invitados a compartir una mesa y a cenar después.
Otros socios iban llegando porque la noticia corrió por todo el pueblo como ladrón de gallinas descubierto por los perros. Entre ellos apareció también el comisario Zenón Pereyra, a quien tiempo atrás habían invitado a ser socio de la entidad, ya que, según sus miembros allí se reunía la “crema” de Ombú Caído y era muy buena la idea de que el comisario también formara parte de esa “elite”. Para Pereyra, esa faceta de la importancia social que significara integrar esa entidad lo tenía sin cuidado; más aún, sus aires campechanos habían encontrado eco favorable entre los distinguidos socios. El comisario concurría porque conocía a todos los asociados y –más que nada, como el club era una caja de resonancia de las actividades del comercio, los profesionales y la “high society” del pueblo, para Pereyra, que sabía escuchar y hablaba poco, el lugar era un centro de informaciones útiles para su actividad. Una simbiosis perfecta, pues a los socios también les resultaba conveniente que la autoridad policial fuera de su amistad.
Durante la cena y la sobremesa la relación entre los ingenieros y los socios del club se distendió mucho más. Contaron cuentos y anécdotas y, al final, los invitaron a una mesa de truco, que era un clásico en el club y del que los visitantes se habían declarado eximios jugadores.
Se formaron varias mesas para partidas de truco con cuatro jugadores. Los visitantes, que quisieron actuar de compañeros , eligieron jugar con el comisario Pereyra, que haría pareja con el farmacéutico García. La noche transcurrió entretenida y agitada por momentos con el entusiasmo de las jugadas. Luego de varias horas, cuando decidieron suspender el juego, los visitantes habían perdido dinero, aunque no una suma importante, sin embargo su orgullo resultó un poco tocado. Se los veía cariacontecidos, pero con el ánimo elevado.
- Nos retiramos, señores –dijo Ortigosa con serenidad- Espero que mañana nos den la revancha, en especial usted, señor comisario, que me ganó todas las manos de pica-pica.
-Jue buena suerte, no más –dijo Pereyra con modestia- contra la liga no se puede…Pero yo no estaré mañana porque voy a ver a mi hermano, que vive a unas diez leguas de acá y anda medio clueco.
A la noche siguiente, luego de una jornada de trabajo en los alrededores haciendo mediciones con sus niveles y teodolitos, la pareja volvió al club para cenar. Allí fueron recibidos con simpatía, aunque se notaban algunas caras preocupadas.
-¡Esta noche hay una colita de cuadril rellena, que está de rechupete, señores, con un buen vino de Ribeiro! –anunció el encargado del comedor.
-¡Vaya! ¿Así que tenemos vino importado de Galicia? –preguntó el ingeniero Ortigosa a un compañero de mesa.
-¡Qué va! –contestó don Santiago, dueño del almacén de ramos generales y gallego él también-Es que como el bufetero se llama Ribeiro nos hace siempre el mismo chiste. Es vino de la casa, no más.
La cena y las infaltables partidas de cartas transcurrieron cordialmente; sin embargo, los socios del club se mostraban algo tensos y esa impresión se transmitía al ambiente. Cuando ya de madrugada se retiraban Ortigosa y López, el ingeniero hizo un breve comentario:
-¿Será por la ausencia del comisario Pereyra que esta noche me ha parecido no tan alegre como la de ayer? –dijo al grupo.
-Es que estamos preocupados, –contestó Alcibíades Campos, un hombre robusto, de bigotes canosos, presidente del club- porque anoche se han producido algunos robos en los comercios del pueblo…
-¡Caramba, lo sentimos mucho! Al menos , no sospecharán de nosotros, que hemos estado aquí con ustedes –fue el comentario de Ortigosa, ya en la puerta- ¡Hasta mañana, caballeros!
A la noche siguiente, cuando Pereyra llegó al club, de vuelta de “La Socorrida”, un pequeño pueblo donde vivía su hermano, encontró un clima electrizado entre los socios. Algunos lo increparon, casi furiosos.
-¡Pereyra, nos están robando de lo lindo! –casi le gritó en la cara don Alcibíades.
-¡Vea, comisario, desde que cayeron al pueblo esos ingenieros del ministerio, empezaron los choreos! ¡Tiene que hacer algo, caramba! –reclamó el ferretero, una de las víctimas.
El comisario dominó el asombro que le causaba la noticia y carraspeó, como una señal de advertencia para su interlocutor, pues con el rabillo del ojo había visto entrar a los forasteros justo en ese momento.
-Mire, amigo López, parece que tenemos viento en contra -dijo Ortigosa a su compañero, demostrando que había oído el comentario caliente del ferretero- Menos mal –continuó- que no nos hemos movido de aquí por las noches.
Pereyra hizo de componedor ante la tirantez que habían producido la pulla y su respuesta. Calmados los ánimos, cenaron un plato especial que había preparado Ribeiro: nutria a la parrilla, que un cazador le había traído por la mañana. Un poco por esa novedad y otro poco por el espíritu del vino, se distendieron las suspicacias y el truco completó la mejoría de la convivencia. No obstante, la gentileza local no bastó para que los bolsillos de los visitantes no fueran mermados otra vez por el juego de los locales
Ya casi amanecía cuando se levantó la reunión. Unos minutos después de que los ingenieros se hubieran retirado rumbo a su hotel, cuando Pereyra tomaba una copa de anís del mono en la barra, para bajar la nutria, entró el cabo Mendieta y se acercó al comisario con aire intranquilo.
-Vea, mi comisario, yo sé que lo que le viá decir es medio disparatao, pero le juro que´s la pura verdá…
-¿Qué te pasa, Mendieta, que venís tan misterioso a estas horas? Tomate un anisito y contame.
La copa de anís se tornó como si fuera de leche cuando Mendieta le agregó un chorrito de agua- “Es para rebajarlo un poco” –dijo y, de inmediato, bebió el contenido de un solo trago.
Se limpió la boca con el dorso de la mano y habló en un tono sólo audible para Pereyra.
-El asunto es, comisario, que haciendo la ronda nocturna me he encontrao con dos tres vecinos que me comentaron de hurtos fuleros cuando estaban fuera de las casas y alguno juró que vio dos siluetas muy parecidas a los ingenieros que están de pasada…
-Caramba, che… -Pereyra se acariciaba hacia abajo sus ralos bigotes, signo de instrospección- Bueno, mirá, no digas nada a nadie y mantenete alerta, que tal vez te pueda necesitar; vos todavía no te vas a tu casa, ¿no?
-No, mi comisario, estoy de servicio hasta las ocho.
-Ta’ güeno, pero, si estás de servicio, ¿por qué diablos te mandaste el anís? Y otras veces que tei visto tomando leche, ¿era desto mesmo, no más?
-Es…es que como usté me convidó… -átinó a responder el cabo antes de sonrojarse, no se sabía si por vergüenza o por el efecto del anís, pero alcanzó a mascullar una disculpa.
- Andá, andá tranquilo, Mendieta, y no le contés nada a naides de lo que me has dicho.
miércoles, 22 de abril de 2009
Historias de Ombu Caido (parte 1)
Publicadas por Jose Miguel Heredia a la/s 5:28 p.m.
Etiquetas: Cuentos Breves
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