jueves, 2 de agosto de 2007

Mar azul. Cielo azul. Blanca vela.

Después de tanta espera, el gran día había llegado. La final del torneo mundial de pesca no sólo era ansiada por los participantes clasificados para ese extraordinario suceso, sino por todo el público. Su realización se había visto demorada por cuestiones técnicas que debían resolverse para hacer posible el encuentro. Uno de los puntos fundamentales era establecer las coordenadas donde se haría la competencia. La búsqueda demandó mucho tiempo, a pesar de que los organizadores contaban con elementos de última tecnología: sonares de alta frecuencia, visores de rayos laser y pantallas de plasma líquido, con detectores de movimientos submarinos, y sensores atómicos conectados con naves de propulsión magnética que pueden deslizarse sobre el agua sin tocarla ni producir oleaje.

Los medios de comunicación electronicós satelitales habían creado la expectativa internacional por el acontecimiento. La fecha tambien se había escogido siguiendo todas las informaciones de los aparatos meteorólogicos instalados en sondas espaciales, y, así, en ese día magnífico de sol en un cielo sin nubes, y el mar en la bahía elegida semejando un espejo azul verdoso, comenzó el torneo.

El público colmaba todos los lugares posibles además de los que estaban destinados a las autoridades y espectadores; la gente llegada de las más dispares latitudes atestaba la rambla de poliester ornamentada con frondosas plantas tropicales de aterciopeladas hojas de neoprene y lujuriantes flores de resinas policromáticas; los más jovenes trepaban a los árboles de acrílico para ver desde allí las pequeñas embarcaciones, joyas del diseño, modeladas con los mejores materiales sintéticos, con velas blanquísimas. En ellas, los pescadores semifinalistas de pruebas anteriores muy disputadas, siguiendo las reglas de la competencia debían utilizar solo viejas cañas de fibra de vidrio y, como cebo, otra antiguedad: moscas de filamentos de nylon. Con esos elementos encararían la ardua tarea que podía convertir a solo uno de ellos en un privilegiado triunfador mundial, único en la historia.

La Tierra ya habia girado bastante ese día y el sol iba transitando
su ruta celestial, los pescadores echaron mano a su paciencia por última vez y el publico, que se inquietaba con el transcurrir de las horas, devoraba las vituallas sintéticas y transgénicas que había llevado. Pronto el suelo quedó sembrado de etiquetas, botellas, servilletas, bandejas y envases de plástico que mas tarde recogería la megaspiradora para ser reciclados y usados en nuevas aplicaciones, pavimentos, construcciones, o para fabricar otros envases.

A pesar de la impaciencia que la espera producía en la muchedumbre, el ámbito se hallaba sumido en un silencio absoluto. Todos eran conscientes de que estaban viviendo momentos que serían un hito en la trayectoria de la Humanidad.

La tarde comenzaba a declinar y la escena parecía la imágen fija de una pantalla de cuarzo ionizado, o una olvidada fotocolor con respaldo de papel; todo estaba paralizado, como si el tiempo se hubiese detenido.

De pronto surgió un relumbrón fugaz en el agua. La multitud se tensó presintiendo algo importante. A los pocos segundos volvió a la superficie la huidiza visión plateada y un instante después, el pez, izado por la mano del pescador, surcaba el aire en un arco efímero, ascendente y final.

Entonces, la imagen estática explotó. Un estentóreo grito surgió unánime de todas las gargantas, como una atronadora rúbrica para la emoción contenida antes de la inminente culminación.

La presa, aterrorizada por el fuerte clamor, hizo una extraña contracción, se soltó del anzuelo, hundiéndose en el mar en medio de un borbollón de espuma, y desapareció.

Habría que esperar otra oportunidad para pescar ese pez, el último de todos los mares de la Tierra.

Nota: El título de este relato ha sido tomado de un poema de Arturo Cuadrado, en homenaje.

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