Historias de Ombú Caído
Sr. Ignacio García Licenciado en Psicología
Estimado amigo y colega:
Ya tiene psicólogo el pueblo
Tal vez te extrañen estas líneas después de dos años de ausencia mía "de los lugares que solía frecuentar" (como dicen las crónicas policiales) en Buenos Aires, donde charlábamos hasta la madrugada entre cerveza y cerveza tratando de arreglar el mundo y nuestros destinos personales.
Hacía ya mas de un año que después de sudar la gota gorda en los finales habíamos obtenido las licenciaturas que nos autorizan a explorar el alma de nuestros semejantes y estábamos descorazonados pues solo conseguíamos algún que otro empleo temporal para colaborar con departamentos de Recursos Humanos... Pero, no quiero irme por las ramas. La idea principal de esta carta es contarte que ocurrió en mi vida durante este tiempo, que no deja de ser una historia interesante. Voy al grano: como habrás podido observar, estas líneas están escritas en Ombú Caído, un pueblito tranquilo de la pampa bonaerense, donde yo siempre venía a pasar unos días en el verano. Pues bien, la última vez que vine lo encontré algo cambiado, o, mejor dicho, el cambio se notaba en sus habitantes, que siempre eran amables y conversadores en la calle o en los encuentros casuales, y ahora los veía taciturnos, encerrados en sus propios pensamientos, rehuyendo los contactos, aislados de sus vecinos. Una tarde fui a tomar un vino al boliche de don Telésforo, un viejo paisano que había ido reduciendo su almacén de ramos generales hasta quedarse sólo con el despacho de bebidas y algunas picadas.
-¿Que pasa en el pueblo? -le pregunté al viejo mientras comía un pedacito de queso de rallar.
-¡Déjeme de embromar, m'hijo, parece que andan todos con cara de culo! -el exabrupto surgió espontáneo, como si mi pregunta hubiera actuado como disparador- Luego, ya mas calmado, continuó:
-Mire~ Miguel, yo no sé que diablos esta pasando con la gente, acá; sobre todo con los de cuarenta para arriba. Desde hace cosa de meses, tiempo en que se instaló el supermercado ése en el bulevar, o, tal vez, un poco dispués, la gente empezó a mezquinar el saludo o el parrafito, como si todos quisieran aislarse en sus pensamientos, ¡Fíjese que hasta usté que viene los veranos no más, se ha dado cuenta!, y pa' mí la cosa va pa' pior; ¡ya he visto algunos que andan hablando solos por las calles!...
Me despedí del viejo con el misterio dándome vueltas. "Pueblo chico, infierno grande" era la única reflexión que se me ocurría. A la mañana siguiente, salí temprano para ir a comprar yerba en el almacén de Lina. Siempre que iba al pueblo pasaba a saludarla y me quedaba largos ratos en el negocio con cualquier excusa, sólo para oír a sus clientes. Lina les ponía la oreja a todos: Martha, la maestra jardinera (mejor dicho, maestra del Jardín de Infantes), le contaba su que hijito había pescado una angina que se la diagnosticaron como un falso crup y tuvo que salir corriendo en una noche de tormenta, con el chico que se ahogaba; la señora del herrero, que venía a comprar azúcar porque le habían recomendado ponérsela para cicatrizar unas úlceras que tenía en las piernas; el diariero de la esquina se lamentaba porque ya lo habían asaltado seis veces, y así por el estilo.
Imaginate, para mí era una experiencia notable; podía apreciar en la realidad muchísimas cosas que conocíamos sólo por los libros. Te puedo decir que decir que casi aprendí más en el almacén de Lina, que en la Facu. Yo mismo me hacía este chiste: "Será porque hay más alma en el almacén, que en Facultad?".
Para hacértela corta, así era el ambiente que yo iba a respirar durante mis vacaciones en Ombú Caído y grande fué mi sorpresa y decepción cuando llegue esa mañana a la esquina del almacén y el diariero me dijo que Lina había tenido que cerrar el negocio por la competencia brutal del supermercado del boulevar... Te aseguro que en ese momento fue como si se me abriera la cabeza: en una millonésima de segundo comprendí todo el misterio del pueblo. Lina, al cerrar el negocio había cerrado también la válvula de escape de las cargas psíquicas (¿o les decimos "muffas"?) de la pobre gente de Ombú Caído, que ahora no tenía desahogo para sus conflictos.
Hablé con el médico; no había psicoanalista en el pueblo y muchos ni siquiera sabían para que era "eso". Entonces, entre broma y serio, conseguí una sala y me instale como psicólogo, y aunque el médico aconsejaba a sus pacientes que me vieran, te aseguro que no venía nadie, hasta que, un día se me ocurrió hacer unos volantes con un texto mas o menos así: "Venga al consultorio de Miguel para contarle sus cosas como se las contaba a Lina en el almacén". Alguno apareció tímidamente, otro, después; yo les decía que tuvieran confianza, que era como si hablaran con Lina, y ellos se distendían. E1 asunto es que hoy día soy el psicólogo de Ombú Caído y todos me saludan con respeto al verme. E1 pueblo volvió a recuperar la sonrisa y las charlas entre la gente, que el supermercado del boulevar, con tantas góndolas de plástico e instalaciones cromadas, no les da oportunidad de practicar. Te preguntarás que paso con Lina. Pues, ¡me casé con ella!. Tiene unos hermosos ojos celestes del norte de Italia y un cuerpito de Regio Calabria. Es una excelente ama de casa, cuida con mucho celo a nuestro pequeño Sigmund y, además,¡resultó ser un extraordinario archivo mental de pacientes actuales y futuros!... A la espera de tus novedades, te abraza tu colega,
Psicólogo de Ombú Caído .