La empresa donde trabajaba, en su marcha ascendente, había renovado los muebles de las oficinas y el alfombrado, y unas formas amebiáceas que campeaban en su diseño búlgaro eran como un caldo de cultivo para las caras que veía Alberto.
-¡Estas condenadas alfombras atraen mi atención a cada segundo y no me puedo concentrar en mi trabajo! -pensaba cuando se descubría con la vista desviada de sus papeles, buscando caras en el piso.
-¿No le gusta el nuevo mobiliario, señor? Lo noto algo cabizbajo desde que lo cambiaron -le dijo una tarde la secretaria y en ese instante se dió cuenta de que la visita al psiquiatra ya era impostergable.
Lo eligió con cuidado, aunque sin comentarlo en la oficina, no quería generar suspicacias o bromas o, tal vez, alguna reacción de la gerencia general.
Cuando entró en la sala de espera del doctor Cerveux, no pudo evitar un leve estremecimiento: los dibujos de la alfombra eran tan tentadores para buscar caras como una pintura de Tchelitchev. Mientras esperaba su turno, en lugar de repasar las revistas ya manidas, se dedicó a despuntar el vicio de buscar caras para poder explicarle al doctor todo lo que le pasaba, bien fresquito.
Luego de algunos minutos, entreveía ojos, bocas o narices por separado, hasta que cambió la técnica de búsqueda. Concentrándose más, dejó la vista perdida más allá del punto de enfoque, como cuando jugaba a descubrir figuras tridimensionales en láminas hechas mediante programas de computación, toda una moda algún tiempo atrás, en la que se consagró campeón imbatible entre los amigos del café. Entonces, sí; poco a poco, fue armándose la imagen de un rostro cada vez mas nítido, que lo miraba de frente. Era una cabeza afrancesada, de nariz recta y barbita candado. Las cejas fruncidas sobre unos ojos oscuros de mirada profunda, enmarcados por gruesas gafas. La visión era tan clara y admonitoria que congeló su corazón.
La voz suave del psiquiatra lo sacó de su ensimismamiento.
-Pase, por favor, señor Alberto...
Cuando turbado aún se incorporó, el doctor Cerveux ya se dirigía hacia el escritorio. Alberto lo siguió, mirando sus espaldas. E1doctor se sentó en un sillón que daba hacia la calle.
-Póngase cómodo, Alberto -dijo, mientras giraba el sillón para quedar frente a frente con el paciente.
-¿Y, bien?. Cuénteme que le pasa...
La espectativa, la profunda inquietud sostenida por Alberto durante toda su vida se elucidó en ese instante. Como en el cuento de Ambroise Bierce, en un relámpago comprendió el misterio de su comportamiento, los grandes enigmas que lo atenazaron siempre: ver caras y resultar ser alguien conocido para mucha gente, quedaron develados en un parpadeo porque la cara de Cerveux era la misma que había visto en la alfombra del consultorio.
Mientras esta catarata de sensaciones invadía su mente, el doctor, a quien Alberto veía como a través de un cristal ondulado, decía entre reverberos:
-¿No nos hemos visto antes, Alberto?...
Algo le hizo un click en su cabeza y una ruidosa carcajada surgió desde sus entrañas y salió veloz del consultorio.
En esa fugacidad había descubierto que las caras que el veía en algunas circunstancias, ¡también lo estaban viendo a él!
Aún reía cuando llegó a la planta baja.
sábado, 1 de septiembre de 2007
El hombre que veía caras (parte 2)
Publicadas por Jose Miguel Heredia a la/s 1:09 p.m.
Etiquetas: Cuentos Breves
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1 comentario:
Muy buen final..!
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