miércoles, 5 de septiembre de 2007

El hombre que veía caras (parte 1)

La primera vez las había visto en las nubes; después, en las manchas de humedad de las paredes o entre las copas de los árboles, al trasluz. Este recuerdo lo fascinaba porque en esas exploraciones que Alberto hacía a menudo al trasfondo de las imágenes de su memoria, siempre recordaba haber visto caras. En aquella ocasión inicial fue quizás influido por su ánimo, en la cercanía de la Navidad; y el descubrimiento resultó una revelación. Solía evocar emocionado ese momento que se le presentaba con toda claridad, cuando, aún pequeño, allí en el pueblo donde naciera, había visto a Papá Noel en el cielo. La impresión fue muy fuerte porque creyó que el viejito navideño lo estaba mirando a él desde las nubes.

Después, la vida le quiso explicar: con las altas temperaturas y la humedad que asciende desde la tierra se originan corrientes de aire caliente y suelen verse algodonosas formaciones de cúmulus que blanquean contra el intenso azul del cielo y sus formas cambiantes hacen imaginar figuras a las mentes inquietas, ávidas de fantasía. Castillos, leones, caballos y toda clase de animales, reales o imaginarios, se podían descubrir en esas tardes somnolientas, cuando Alberto se quedaba en el patio, bajo el parral, echado sobre la zalea, pensando en cómo iba a llegar a la Luna con una nave espacial que había construido en un barril de cerveza, mientras máma estaba convencida de que dormía la siesta.

Esa primera visión permaneció indeleble en su memoria, lo mismo que aquella otra vez cuando se rompió el caño de la canilla de la cocina y la humedad filtró por la pared, manchándola. El había visto delineada en sus contornos la cara del tío Miguel, de Mercedes, y se entristeció cuando repararon la pérdida y la mancha desapareció con un nuevo revoque, pues ya se le había convertido en una fuente de inspiración.

Todos los domingos, en las carreras de barquitos del Yacht Club Modelo, donde corría con su yate "Patoruzú" (producto de largas horas de trabajo modelista, pasadas entre costillas, cuadernas, cola fría, sierra de calar, masilla y pintura, con las manos cómplices de papá en el armado, y mamá en la fabricación del velámen), solía estar atento a las iridiscentes ondulaciones del agua pues siempre aparecía algún rostro. Las caras de la pileta eran mas fugaces que las otras y eso excitaba su imaginación para poder encontrarlas.

Tiempo después, cuando concurría al secundario, caminaba la veintena de cuadras hasta el colegio, mirando las copas de los árboles. Allí, entre sus engañosos y cambiantes dibujos de luces y sombras, solía descubrir infinidad de caras. Profesores y amiguitos, también rostros desconocidos, angelitos, o personajes de cuentos e historietas.

Con los años, esa condición se incrementó, estimulada por el propio Alberto, a quien ya se le había hecho un hábito el encontrar caras en cualquier dibujo informe que se presentara ante su vista. Podría decirse que su imaginación estaba condicionada, que se especializaba en hallar caras donde la gente solo veía hojas, nubes o manchas. Entonces, en cualquier momento y lugar, las buscaba ¡y las hallaba!, en los pliegues de la ropa de algún compañero ocasional de viaje, en las mesas de plástico veteado de los bares, en los mosaicos de los pisos o en los mármoles manchados de los edificios.

Llegó un momento en que tuvo miedo. Tan obsesivamente se sorprendía buscando caras que pensó en algún tipo de enfermedad mental haciéndolo su presa, pero, por esa época le ocurrió algo que lo distrajo de su manía. Cambió de empleo.

Alberto había desarrollado una personalidad atrayente, simpática en el trato, que lo fue orientando a participar en el área de las Relaciones Públicas y en ese aspecto de los negocios había hallado ubicación en una gran empresa.

Su vida se modificó: del monótono escenario de una gris oficina y sus compañeros con temas de conversación reiterados, había pasado a grandes salas con mullidas alfombras, equipos de aire acondicionado, amplios escritorios, secretarias y compañeros ejecutivos con temas de conversación reiterados.

En las reuniones de agasajos o presentación de algún producto, a las que asistía a menudo, su imagen se hizo popular. Ya fuese por su natural simpatía o deferencia en el trato, pronto se ganaba el aprecio de sus interlocutores. Por eso, algunos de los asistentes, luego de unos minutos de conversación, solían exclamar:

-"¿Sabe una cosa, Alberto? ¡Tengo la impresión de que lo conozco desde antes!"

-"¡Parece mentira! Ahora nos han presentado y es como si ya lo hubiera visto antes..."

-"Creo que ya nos han presentado alguna vez..."

-"Su rostro me resulta de lo mas familiar..."

Y mil frases mas, por el estilo.

Lo mismo le había sucedido cuando conoció a Gladys, que luego sería su esposa; en la primera salida ya era como si se conocieran desde siempre. Lo habían atribuído a la magia del amor a primera vista; pero ahora, frente a estos constantes deja-vu -pues Alberto sentía la misma impresión que los otros- lo relacionaba con las repetidas reuniones y entrevistas propias de su tarea, aunque no dejaba de llamarle la
atención, no le había dado importancia, hasta que una tarde, entre los dibujos de 1a blusa de su secretaria le pareció ver el rostro sonriente del presidente del directorio de "Edición Internacional" con quien habían firmado un contrato la tarde anterior. Esa visión fue como un disparador, y su costumbre de ver caras renació con toda la fuerza.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Quedé intrigada, qué pasó,con el rostro q vió esa tarde..? Vamos!
No quiero esperar mucho para la segunda parte..! :)