miércoles, 5 de septiembre de 2007

Llegar a tiempo

-Con los muchachos del café arreglamos el mundo todas las semanas. Ahora, antes de ir a la reunión estoy leyendo el diario para llegar informado. Es un día lluvioso y lo gris del ambiente exterior parece contagiarse a mi ánimo cuando me agreden los sucesos dolorosos y trágicos que producen los responsables irresponsables de gobiernos u organizaciones líderes en el mundo, y los ciudadanos irresponsables responsables de sus conductas en la sociedad: desde guerras y atentados, hasta crímenes, violaciones y robos; ni los encuentros deportivos se salvan de la violencia...

Así, con el espíritu en baja, veo un oasis en medio del desierto calcinante. No tiene palmeras, pero sí el texto de una Fundación que anuncia un concurso de cuentos y otro de fotografías sobre la diversidad cultural en la Argentina: los participantes con sus obras deben contribuir a la convivencia social, promover la paz y rechazar la violencia, en pro de una conciencia social más tolerante, necesaria para una cultura de paz.

¡Que bueno! Salto en mi sillón por la alegre sorpresa, pues ese aviso significa que quienes creemos que el hombre debe dejar de lado el atajo de la corrupción, la inmoralidad, la violencia y el delito para elevarse merced al cultivo de sus cualidades altruistas, no somos pocos... ¡Tantas veces hemos hablado de esto con los muchachos de la barra! La mesa redonda de los domingos a mediodía ya es tradicional entre nosotros y tiene que haber alguna causa seria para que uno falte. Se tratan temas de importancia general y sinfonías tontas. Adelino -el patriarca- lleva recortes de artículos interesantes; Romualdo, algún libro de arte; Hugo suele venir con un poema nuevo, Enrique y Juan Carlos se trenzan en una "payada" escrita, ilustrada con dibujos humorísticos. Las sextillas y los monigotes van del uno al otro, con desafíos y respuestas y al final de la reunión las leemos. Son agudas y graciosas. Yo soy periodista y dibujante; siempre ando a las
corridas y llego tarde a las reuniones. Suelo llevar mis últimos trabajos antes de entregarlos: voy a comentarles esto del concurso. A Rodolfo, que es poeta y grafólogo, 1e aportamos escritos o firmas de gente famosa o de alguien de quien queremos conocer sus peculiaridades, y en un instante nos revela detalles de su carácter o psicología; parece magia. Dice que tiene un archivo enorme de textos ológrafos.

Todos somos argentinos. No tenemos sangre azul, pero por nuestras venas corre el colorido de las banderas de España, Italia, Israel, Francia, Rusia ó Corrientes; todo un atlas sin fronteras. En el grupo hay católicos, agnósticos, ateos, judíos, y también un muestrario variado de ocupaciones y clases sociales: comerciantes, empleados o profesionales; pero, en ese gran calidoscopio, en ese abigarrado conjunto sobrevuela un aglutinante. Así como una colorida ensalada resalta más en la ensaladera de loza blanca que la contiene, el bol que mantiene nuestro grupo unido esta constituído por afectos, amistad, sentimientos altruistas, solidaridad, y muchas otras facetas más del amor entre seres humanos.

-¿Y si formamos una mutual? -dice un día Aldo~y hoy, merced a sus esfuerzos, la Asociación Mutual de Escritores y Artistas Plásticos "Manos Solidarias" acaba de presentar la Memoria y Balance de su cuarto ejercicio, apoyando ediciones y presentaciones de libros, muestras plásticas, actos culturales y reuniones de camaradería. No en balde el isotipo que la identifica representa dos manos en un estrecho apretón:
una es blanca, la otra, oscura.

Siempre pienso que hay muchos como nosotros en el pueblo, en las provincias, el país... ¡en el mundo! ¡Qué bueno es desear que esas ondas positivas que emitimos son contagiosas y en lugar de las graves medidas de seguridad por la posible realización de un acto terrorista o la aparición de antrax u otro virus mortal que cultivan en oscuros laboratorios, los hombres abren su corazón para dejarse invadir por la convivencia, la comprensión; ¡y la alegría de estar vivos, caminando en el mundo, nos alcanza a todos!

Bueno, Jose Miguel, ya te estás pasando al pensamiento mágico, tal vez es mas sencillo adoptar una filosofía krisnamurtiana y creer que si cada uno de nosotros inunda su espíritu de paz y amor, llegará un día en que todo el mundo lo estará!

Volviendo al concurso, la propuesta de la Fundación es fascinante y atrae como un imán a las tachuelas cuando se caen al piso, pero esto que cuento no es un cuento (je, lo cuento y no es un cuento, paradoja entre verbo y sustantivo), para que sea un cuento-cuento le falta un argumento, una historia... ¡ah, ya se!: le voy a incorporar una experiencia personal que tengo por causa de los muchachos, y lo puedo titular "Llegar a tiempo", ¡si !, a mi, en cuanto se me ocurre un titulo, el resto me sale solo...

Recuerdo claramente cómo pasan las cosas: los amigos del café me gastan muchas bromas por esa pavada de llegar tarde a las reuniones, lo que no consigo evitar; no hay caso, por más que tomo todos los recaudos, algo siempre sucede que me atrasa. Las burlas y las "cargadas" me ponen mal el ánimo y, un poco para obligarme a mi mismo (aclarar que esta expresión es un pleonasmo y no una redundancia), les apuesto que para la próxima reunión seré mas puntual que el "five o'clock tea", y propongo una suma importante.

Aceptan, con la condición de que el dinero es para un acto o ayuda de la Mutual; ¡están seguros de ganar!, claro, ellos dividen entre seis o siete el total de la apuesta, mientras yo la afronto solo.

El día de la reunión salgo antes de casa para viajar tranquilo, pero, ¡siempre hay un pero!, el micro tarda en llegar y, cuando lo hace viene atestado de pasajeros; el tránsito está cortado por las manifestaciones de reclamos en las calles y diez cuadras antes del lugar de la reunión, ¡se rompe el motor del ómnibus!

Sin pensarlo dos veces, me lanzo a completar el recorrido a pié, debo hacerlo casi corriendo (no voy a poner al trote porque trotan los caballos), pues ya estoy comprometido con el horario, aunque si mantengo el ritmo, puedo llegar a tiempo.

Ya con la lengua afuera estoy casi al final de una cuadra y lo me faltan dos, cuando advierto una viejita que viene cruzando la calle transversal en dirección opuesta a la mía y hago cálculos para esquivarla, pero veo con horror que trastabilla y comienza a caer hacia adelante sin atinar a protegerse. Como en un relámpago me doy cuenta de que va a dar con su rostro en el ángulo del cordón de la vereda y un repeluz me sacude el cuerpo. Sin pensarlo (al escribirlo tengo que demorar la acción, como hacen en las películas, con cámara lenta), doy un gran salto hacia adelante y alcanzo a colocar mis brazos bajo las axilas de la viejita y, a duras penas, impido que estrelle su rostro contra el terrible filo de piedra. Después de los primeros instantes de estupor de los dos, la sostengo mejor y le ayudo a llegar hasta la pared, donde se apoya. Alcanza a balbucear un "Gracias, joven, ya estoy estoy bien", entre los aplausos de la gente que ve lo que sucede. Yo voy a dejarla que siga sola en mi afán de llegar a tiempo a la reunión, pero miro el reloj y veo que en ese momento se cumple la hora estipulada y aún me faltan dos cuadras. Entonces, como todo un caballero, invito a la viejita a tomar un té de tilo para que recomponga su ánimo, resignado con mi suerte.

Pasa media hora; cuando llego al bar la recepción que me hacen es antológica; las bromas habituales se multiplican incentivadas por la apuesta que he perdido. Hacen gestos de "poniendo esta una gansa"y las risas y exclamaciones atraen la atención de los parroquianos.

Entonces, yo -con mi mejor cara de Rett Butler cuando se aparta de Scarlet O'Hara en el final de "Lo que el viento se llevó"- suelto mi frase enigmática.

-Muchachos, aunque no lo crean, acabo de llegar a tiempo... -y no le les digo nada más.

Mientras saco lentamente el dinero del bolsillo, siento un coro de duendecillos traviesos que ríe dentro de mí.

Creo que esta historia va a servir. ¡Manos a la obra! Pongo el papel en la máquina y empiezo

LLEGAR A TIEMPO
Seudónimo: José Cito

-Con los muchachos del café arreglamos el mundo todas las semanas...

Nota: Este relato es un tributo a Damon Runyon, periodista y escritor estadounidense que renovó la técnica del cuento en la década del '30. Una de sus características mas salientes es que los relatos siempre son en primera persona y en constante presente, y los protagonistas son un grupo de bohemios de Nueva York. Entre nosotros, DR es mas conocido por haberle puesto el mote de "E1 toro salvaje de las pampas", (The wild bull of the pampas) al boxeador Luis Angel Firpo.

El hombre que veía caras (parte 1)

La primera vez las había visto en las nubes; después, en las manchas de humedad de las paredes o entre las copas de los árboles, al trasluz. Este recuerdo lo fascinaba porque en esas exploraciones que Alberto hacía a menudo al trasfondo de las imágenes de su memoria, siempre recordaba haber visto caras. En aquella ocasión inicial fue quizás influido por su ánimo, en la cercanía de la Navidad; y el descubrimiento resultó una revelación. Solía evocar emocionado ese momento que se le presentaba con toda claridad, cuando, aún pequeño, allí en el pueblo donde naciera, había visto a Papá Noel en el cielo. La impresión fue muy fuerte porque creyó que el viejito navideño lo estaba mirando a él desde las nubes.

Después, la vida le quiso explicar: con las altas temperaturas y la humedad que asciende desde la tierra se originan corrientes de aire caliente y suelen verse algodonosas formaciones de cúmulus que blanquean contra el intenso azul del cielo y sus formas cambiantes hacen imaginar figuras a las mentes inquietas, ávidas de fantasía. Castillos, leones, caballos y toda clase de animales, reales o imaginarios, se podían descubrir en esas tardes somnolientas, cuando Alberto se quedaba en el patio, bajo el parral, echado sobre la zalea, pensando en cómo iba a llegar a la Luna con una nave espacial que había construido en un barril de cerveza, mientras máma estaba convencida de que dormía la siesta.

Esa primera visión permaneció indeleble en su memoria, lo mismo que aquella otra vez cuando se rompió el caño de la canilla de la cocina y la humedad filtró por la pared, manchándola. El había visto delineada en sus contornos la cara del tío Miguel, de Mercedes, y se entristeció cuando repararon la pérdida y la mancha desapareció con un nuevo revoque, pues ya se le había convertido en una fuente de inspiración.

Todos los domingos, en las carreras de barquitos del Yacht Club Modelo, donde corría con su yate "Patoruzú" (producto de largas horas de trabajo modelista, pasadas entre costillas, cuadernas, cola fría, sierra de calar, masilla y pintura, con las manos cómplices de papá en el armado, y mamá en la fabricación del velámen), solía estar atento a las iridiscentes ondulaciones del agua pues siempre aparecía algún rostro. Las caras de la pileta eran mas fugaces que las otras y eso excitaba su imaginación para poder encontrarlas.

Tiempo después, cuando concurría al secundario, caminaba la veintena de cuadras hasta el colegio, mirando las copas de los árboles. Allí, entre sus engañosos y cambiantes dibujos de luces y sombras, solía descubrir infinidad de caras. Profesores y amiguitos, también rostros desconocidos, angelitos, o personajes de cuentos e historietas.

Con los años, esa condición se incrementó, estimulada por el propio Alberto, a quien ya se le había hecho un hábito el encontrar caras en cualquier dibujo informe que se presentara ante su vista. Podría decirse que su imaginación estaba condicionada, que se especializaba en hallar caras donde la gente solo veía hojas, nubes o manchas. Entonces, en cualquier momento y lugar, las buscaba ¡y las hallaba!, en los pliegues de la ropa de algún compañero ocasional de viaje, en las mesas de plástico veteado de los bares, en los mosaicos de los pisos o en los mármoles manchados de los edificios.

Llegó un momento en que tuvo miedo. Tan obsesivamente se sorprendía buscando caras que pensó en algún tipo de enfermedad mental haciéndolo su presa, pero, por esa época le ocurrió algo que lo distrajo de su manía. Cambió de empleo.

Alberto había desarrollado una personalidad atrayente, simpática en el trato, que lo fue orientando a participar en el área de las Relaciones Públicas y en ese aspecto de los negocios había hallado ubicación en una gran empresa.

Su vida se modificó: del monótono escenario de una gris oficina y sus compañeros con temas de conversación reiterados, había pasado a grandes salas con mullidas alfombras, equipos de aire acondicionado, amplios escritorios, secretarias y compañeros ejecutivos con temas de conversación reiterados.

En las reuniones de agasajos o presentación de algún producto, a las que asistía a menudo, su imagen se hizo popular. Ya fuese por su natural simpatía o deferencia en el trato, pronto se ganaba el aprecio de sus interlocutores. Por eso, algunos de los asistentes, luego de unos minutos de conversación, solían exclamar:

-"¿Sabe una cosa, Alberto? ¡Tengo la impresión de que lo conozco desde antes!"

-"¡Parece mentira! Ahora nos han presentado y es como si ya lo hubiera visto antes..."

-"Creo que ya nos han presentado alguna vez..."

-"Su rostro me resulta de lo mas familiar..."

Y mil frases mas, por el estilo.

Lo mismo le había sucedido cuando conoció a Gladys, que luego sería su esposa; en la primera salida ya era como si se conocieran desde siempre. Lo habían atribuído a la magia del amor a primera vista; pero ahora, frente a estos constantes deja-vu -pues Alberto sentía la misma impresión que los otros- lo relacionaba con las repetidas reuniones y entrevistas propias de su tarea, aunque no dejaba de llamarle la
atención, no le había dado importancia, hasta que una tarde, entre los dibujos de 1a blusa de su secretaria le pareció ver el rostro sonriente del presidente del directorio de "Edición Internacional" con quien habían firmado un contrato la tarde anterior. Esa visión fue como un disparador, y su costumbre de ver caras renació con toda la fuerza.

sábado, 1 de septiembre de 2007

El hombre que veía caras (parte 2)

La empresa donde trabajaba, en su marcha ascendente, había renovado los muebles de las oficinas y el alfombrado, y unas formas amebiáceas que campeaban en su diseño búlgaro eran como un caldo de cultivo para las caras que veía Alberto.

-¡Estas condenadas alfombras atraen mi atención a cada segundo y no me puedo concentrar en mi trabajo! -pensaba cuando se descubría con la vista desviada de sus papeles, buscando caras en el piso.

-¿No le gusta el nuevo mobiliario, señor? Lo noto algo cabizbajo desde que lo cambiaron -le dijo una tarde la secretaria y en ese instante se dió cuenta de que la visita al psiquiatra ya era impostergable.

Lo eligió con cuidado, aunque sin comentarlo en la oficina, no quería generar suspicacias o bromas o, tal vez, alguna reacción de la gerencia general.

Cuando entró en la sala de espera del doctor Cerveux, no pudo evitar un leve estremecimiento: los dibujos de la alfombra eran tan tentadores para buscar caras como una pintura de Tchelitchev. Mientras esperaba su turno, en lugar de repasar las revistas ya manidas, se dedicó a despuntar el vicio de buscar caras para poder explicarle al doctor todo lo que le pasaba, bien fresquito.

Luego de algunos minutos, entreveía ojos, bocas o narices por separado, hasta que cambió la técnica de búsqueda. Concentrándose más, dejó la vista perdida más allá del punto de enfoque, como cuando jugaba a descubrir figuras tridimensionales en láminas hechas mediante programas de computación, toda una moda algún tiempo atrás, en la que se consagró campeón imbatible entre los amigos del café. Entonces, sí; poco a poco, fue armándose la imagen de un rostro cada vez mas nítido, que lo miraba de frente. Era una cabeza afrancesada, de nariz recta y barbita candado. Las cejas fruncidas sobre unos ojos oscuros de mirada profunda, enmarcados por gruesas gafas. La visión era tan clara y admonitoria que congeló su corazón.

La voz suave del psiquiatra lo sacó de su ensimismamiento.

-Pase, por favor, señor Alberto...

Cuando turbado aún se incorporó, el doctor Cerveux ya se dirigía hacia el escritorio. Alberto lo siguió, mirando sus espaldas. E1doctor se sentó en un sillón que daba hacia la calle.

-Póngase cómodo, Alberto -dijo, mientras giraba el sillón para quedar frente a frente con el paciente.

-¿Y, bien?. Cuénteme que le pasa...

La espectativa, la profunda inquietud sostenida por Alberto durante toda su vida se elucidó en ese instante. Como en el cuento de Ambroise Bierce, en un relámpago comprendió el misterio de su comportamiento, los grandes enigmas que lo atenazaron siempre: ver caras y resultar ser alguien conocido para mucha gente, quedaron develados en un parpadeo porque la cara de Cerveux era la misma que había visto en la alfombra del consultorio.

Mientras esta catarata de sensaciones invadía su mente, el doctor, a quien Alberto veía como a través de un cristal ondulado, decía entre reverberos:

-¿No nos hemos visto antes, Alberto?...

Algo le hizo un click en su cabeza y una ruidosa carcajada surgió desde sus entrañas y salió veloz del consultorio.

En esa fugacidad había descubierto que las caras que el veía en algunas circunstancias, ¡también lo estaban viendo a él!

Aún reía cuando llegó a la planta baja.