sábado, 28 de febrero de 2009

El entorno de un tornero

A los pocos días de nacer lo dejaron en el torno de un convento. Esa circunstancia modeló su vida: fue tornero y vivió en conventillos.

Su canción favorita era “Torna a Sorriento” y el director de cine preferido Renato Tornatore.
Cuando muchacho creció corpulento y sus compañeros de la escuela industrial donde estudiaba tornería lo llamaban “el tornero ternero”, a lo que él respondía echándoles fuertes ternos; los otros se iban colocando en torno y siempre terminaba con un ojo tornasolado.

Un día se le ocurrió tornear astas para banderas de escritorio, hizo muchas; su mujer, una rubia que le afilaba las gubias, exclamó hastiada “¿Hasta cuando seguirás con las astas? ¡Basta!, ¡basta!

Entonces, como secuela, salió ha venderlas en las escuelas; eligió las rurales, pero no tuvo suerte con las astas, lo topó un toro y quedó entre sus aspas. Volvió a casa dolorido, pero no hizo aspavientos. Ese día su mujer estaba emperrada en engatusarlo y le mostró sus piernas bien torneadas. Después de una “tournee” con ella, mientras pensaba y se mesaba los cabellos, se le ocurrió tornear patas de mesa para vender muchas remesas.

Al empezar a tornear la primera pata, lo atacó enojadísimo el pato, que resultó ser un patotero, un patán, que lo dejó patitieso. En otra ocasión, en vez de poner en el torno una pata, torneó una patata; eso ocurrió porque el cliente que se la encargó era tartamudo.

Buscó unos filosos formones, obsequio de amigos mormones, para tornear la madera a su manera. Quería hacer patas para grandes mesas de directorios de empresas. Se golpeó y se puso unas compresas; el torno daba vueltas, pero él no encontraba la vuelta. Las virutas salían con virulencia y caían al piso, ¡eran como virus esas virutas! Cuando le llegaron a los tobillos se dio cuenta de que la pata ya era para una mesa ratona. No hay mal que por bien no venga –dijo- Estas las termino en un rato. Al ver los rizos de tanta viruta, recordó a su mujer y cuando la fue a buscar, en la cúspide de la concupiscencia, descubrió que la tornera se había escapado por una tronera con un fabricante de tornillos. Para no mostrar su orgullo herido a los amigos, les decía: “Entre tantos tornillos pasará mucho frío. Con su ánimo tornadizo pronto va a tornar”.

Dejó la puerta entornada por si ella retornaba, pero por ahí entró un tornado en la pieza y lo llevó con todas las piezas torneadas. Y así, pataleando en el aire con las patas (las de madera), fue a parar a un pueblito patagónico, donde le curaron la pataleta.

Baldes, cubos y súcubos

La lavandera que lavaba la bandera lavanda de la banda de música había perdido un balde y le pidió a Baldomero que lo buscara. Lo halló en un baldío junto a unas baldosas rotas. Se lastimó y humilló, pero lo que él creía un baldón no ocurrió en balde. La mujer, que era baldada, le agradeció, lo invitó a tomar un té de boldo, le regaló una lámina de Boldini y un dibujo de Baldessari. Esta actitud le causó gran sorpresa, fue un baldazo de agua fría.

Había otros dos baldes en el lavadero de la lavandera y como tres baldes son un balde al cubo, se acordó de un cubano al que le gustaban los juegos de palabras: Cabrera Infante, su preferido en las lecturas de siestas infantiles mientras comía cubanitos. Camino a su cubículo vio una muestra de pintores cubistas; al salir tropezó, se lastimó el cúbito y quedó decúbito supino arriba de un espino. En una florería una flor de vendedora, que él confundió con un súcubo, le puso unos cubitos. Con ojo de buen cubero, como curioso visitante recorrió el local con su mirada; al instante se le presentó el poema de un tocayo suyo que de suyo lo había impresionado: “Setenta flores y ningún balcón”, rememoró Baldomero, antes de sucumbir al súcubo.