Paulino, “el hombre de la memoria prodigiosa”, como lo conoce el mundo del espectáculo, se encuentra en un atascadero del que no puede salir con su don extraordinario.
Es capaz de traer a voluntad hasta su mente todos los momentos de su existencia desde que era niño, con sólo proponérselo , pero hay un detalle, nimio quizás, que ahora no recuerda y eso lo mortifica y entristece en gran manera.
Es una hermosa tarde otoñal en la campiña gallega, a la que ha retornado luego de casi un cuarto de siglo de ausencia.
Cuando era un muchacho, imaginativo y audaz, trepó a un carromato de feria que pasaba por su pueblo y se fue a la aventura de la vida. Era el menor de seis hermanos en un hogar de campesinos rudos que habían hecho de las arduas tareas de sacarle el pan cotidiano a la tierra su principal motivo de existencia que él, espíritu inquieto, no podía aceptar como camino a seguir. Sufría mucho pues esa forma de ver las cosas le traía innumerables situaciones de violencia con sus padres y hermanos.
En esos momentos en que estaba acorralado por los retos, las duras órdenes y hasta las palizas, solía recurrir al único amigo con el que podía contar: un pequeño borrico que había bautizado “Estropajo”, por su pelo hirsuto y gris. El animal parecía intuir cuando el niño se acercaba a él, lloroso y moqueando; agachaba la cabezota y permitía que permaneciera abrazado a su pescuezo mientras que por el rústico pelambre se escurrían las lágrimas.
En otros momentos menos tristes, solían jugar; habían inventado algo muy gracioso: Paulino se hacía el distraído y le daba las espaldas a “Estropajo”, éste, arrimándose despacio por detrás, le daba un suave topetazo en el trasero, de manera que le hacía perder el equilibrio, caer hacia atrás , y quedar a horcajadas del fuerte cuello de la bestia. Tratar de mantenerse en equilibrio en esa posición divertía tanto al niño como al borrico.
En un día de castigos se comentó que en el pueblo cercano actuaba un grupo de trashumantes con atracciones de feria. Hacia allí fue Paulino y quedó fascinado con ese mundo de fantasía y color. Por eso, cuando la caravana se marchó él se coló de polizón en uno de los carromatos. Había dejado una breve nota debajo de su almohada: “Me voy en busca de una vida mejor. Les pido perdón. Cuiden a “Estropajo”, Paulino”.
El hallazgo del mensaje causó gran revuelo e indignación pues todos consideraban esa actitud como la de un rebelde descastado. El padre cerró los comentarios con una dura sentencia:
-¡Bah, bah, bah!¡ En dos días estará de vuelta ese canalla, no pienso mover un dedo para ir a buscarlo!-exclamó con el cuello hinchado-. Todo el grupo familiar, de acuerdo o nó, acató la decisión del jefe, pero pasaron dos días y muchos más y Paulino –también de fuerte carácter- no volvió.
Entretanto, los juglares habían descubierto la presencia del muchacho y tal vez por creer en sus ruegos o pensar que en poco tiempo aparecerían los padres para llevarlo de vuelta, le permitieron seguir con ellos.
-Está bien –dijo el gitano Miguel-, te pués queár , ¡pero tiés que aprender arguna suerte para ganarte er parné, joío niño! ¡ Por ahora tendrás la tarea de mandadero!
Pronto descubrieron que cuando hacían los pedidos de todas las vituallas y cosas que necesitaban, Paulino las retenía en su memoria sin hacer una lista y, a veces, eran numerosas y muy dispares. Esto llamó la atención de Miguel, que vio en el niño un don para sacarle provecho. Así, le fue enseñando un sistema de memorismo que, según él, había heredado de sus antiguos antepasados egipcianos.
El resultado fue extraordinario. El niño era presentado como un prodigio en los pueblos por donde pasaban, junto con enanos y gibosos. El público le proponía variadísimas pruebas con números, fechas, figuras y colores y él nunca equivocaba las respuestas. Esto, que al principio pareció una magnífica treta le resultaba a Paulino tan natural que fue trascendiendo el ambiente juglaresco.Sus números eran cada vez más complicados y lo reclamaban de las grandes ciudades, de los teatros, casinos, parques de diversiones; hasta llegaron a estudiarlo profesores y neurólogos, sin poder explicar cómo funcionaba su cerebro, pues jamás fallaba ante una prueba mnemotécnica.
De tanto en tanto Paulino se comunicaba con su familia. Casi con un cargo en su conciencia supo que sus padres habían muerto y decidió tomarse un descanso en las giras interminables para volver a ver a sus hermanos. Sabía que “Estropajo” había formado una manada y que, como le decían en broma en una carta, él también lo estaba esperando.
El cambio que han traído los tiempos es grande. Ahora hay un ferrocarril que lo ha llevado hasta una pequeña estación no muy lejos de la casa familiar. Ha preferido hacer el camino a pié para proyectar en su memoria todos los recuerdos infantiles; de pronto, en un recodo, se encuentra frente a frente con una recua de asnos y ahí es cuando entra en su atolladero mental.
-“Esta debe ser la manada que formó “Estropajo” –piensa-, sin embargo, ¡no puedo distinguirlo entre ellos, son todos iguales que él! … Conservo con nitidez los momentos que viví con ese borrico, paño de mis lágrimas desesperadas, pero no lo puedo identificar entre éstos…¿De qué me sirve ese don súper humano, casi de genio, que me sacó de los grilletes con que la tierra aferró a mi familia y me ha proporcionado una vida holgada; que me ha señalado como único entre millones, y a veces me ha hecho creer un ser superior; si no puedo identificar a mi más querido amigo de la infancia? “.
Sus ojos se espejan a la luz del atardecer.
-“Para qué me sirve una memoria prodigiosa, si soy incapaz de reconocer a la pequeña bestia que me hizo tan feliz en mi niñez?”…
Mientras está meditando sobre esa melancólica ocurrencia, Paulino siente un suave topetazo en el trasero.
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